Ayer fui a ver Pinocho, la nueva versión de Matteo Garrone de la novela de Carlo Collodi y me pareció maravillosa. No solo por la gran interpretación de los personajes o la ambientación de esa Italia pobre y humilde donde el mal acecha a cada paso sino por la moraleja de la historia donde un padre intenta librar del mal a su hijo pero no lo consigue.
El zorro y el gato, que engañan a Pinocho, están personalizados y eso nos recuerda que los que nos engañan son personas de carne y hueso, y que no son siempre desconocidos sino que muchas veces se hacen llamar nuestros amigos. Porque en 'Pinocho', igual que en la vida, la verdad y la mentira se confunden a menudo.
Tampoco se elude el tema de la muerte, que está presente en toda la película, y hay un momento en que Pinocho muere para convertirse en un niño de verdad y que yo interpreto como ese proceso de transición en que dejamos de ser niños rebeldes e inmaduros para convertirnos en adultos que entienden la responsabilidad de sus actos.
Pinocho desafía los consejos y las órdenes de su padre para mantenerle a salvo y se deja llevar por los engaños y la manipulación de quienes dicen llamarse sus amigos hasta que se da cuenta de su error y tras ese aprendizaje se reencuentra con su padre.
Y mientras R. gritaba: "vuelve con tu papá, Pinocho" en medio del cine, yo pensaba en lo fácil que es ver las cosas a través de una pantalla y lo difícil que es estar en los pies de ese padre que intenta salvar del mal a su hijo y en los de ese niño que necesita desafiar los límites para equivocarse y aprender, porque como humanos estamos diseñados a aprender a través de nuestras equivocaciones, y porque algún día yo estuve en los pies de ese niño y R.lo estará un día, y eso implicará que yo estaré en los pies de ese padre que, en vano, intenta salvar a su hijo de todo eso que es necesario aprender por uno mismo.
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