Fumadora empedernida y convertida por las últimas generaciones en un icono del feminismo,se la definió durante mucho tiempo como la poeta maldita de América por su capacidad para expresar el dolor y la locura en sus múltiples vertientes. Hija de inmigrantes judíos que llevaban el peso de haber dejado su país de origen junto al horror del Holocausto, había nacido en Avellaneda, en un suburbio de Buenos Aires, y creció bajo la sombra de una vida difícil y de una sociedad de la que se sentiría constantemente excluida, buscando refugio en la literatura y la poesía.
“Mi felicidad o bienestar más grande sucede en un día como el de hoy: sola, leyendo y escribiendo. Lo demás, aun el hecho de ir al cine, y mucho más el ver gente, es un esfuerzo doloroso”,
anotó en sus Diarios el 9 de julio de 1960.
A ese sentimiento de exclusión se le añadirían una serie de complejos como el acné, el asma, el tartamudeo y cierta tendencia a engordar, que la llevarían a una reclusión más profunda y a la adicción, primero de anfetaminas para evitar engordar, y más tarde de barbitúricos con los que se provocaría la muerte.

Más tarde se marcha a París, donde hace amistad con Julio Cortázar, Italo Calvino y Octavio Paz, quien este último le escribiría el prólogo a su libro de poemas Árbol de Diana (1962) y el que le facilitaría un trabajo en la revista literaria Cuadernos, ocupación que la disgustaba porque la distraía de la escritura.
En 1960 empezó una terapia psiquátrica y por aquél entonces ya llevaba publicado cuatro poemarios: La tierra más ajena (1955), Un signo en tu sombra (1955), La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas, (1958).
Tras su vuelta a Buenos Aires sufrió dos intentos de suicidio, marcándole profundamente
la muerte de su padre en 1966 y haciéndole caer en una profunda desesperanza.

Pizarnik se suicidaría en 1972, a los 36 años, ingiriendo 50 pastillas de barbitúricos durante un fin de semana en el cual había salido con permiso del hospital psiquiátrico de Buenos Aires.
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